Autonomatonofobia
- Ignacio Mosca
- 4 abr 2018
- 4 Min. de lectura
La automatonofobia es el miedo de todo lo que se asemeja y parece a una persona. Esto incluye pero no se limita a muñecos de ventrílocuo, criaturas animatrónicas, maniquíes y estatuas de cera.

Shawn Coss. Autonomatonophobia.
Olimpia ve por la ventana, sentada desde su sillón, temerosa de voltear, porque sabe que ella la está viendo. Ella, con sus ojos color cielo, su cabeza sin pelo, y sus brazos regordetes. Ella que cuando se acuesta, enternecida cierra los ojos y cuando la alzan los abre de par en par, como faros en la tempestad. Pero para Olimpia la tempestad era ella.
Con sus manos pequeñitas se tironea del vestido mientras se acurruca aún más en el sillón, tratando de escapar de su mirada ominosa. Rompe en llantos y hunde su rostro mojado entre las rodillas, pidiéndole al dios de su mamá que se la lleve. Pero ella no se va, ella sigue sentada en su cama, con su cabeza calva y su sonrisa fingida, mirándola. Ella sigue ahí y la oscuridad de todo el cuarto crece, repta hacia Olimpia. ¿Dónde estará mamá? Si ella la trajo, ¿por qué no se la lleva? Mamá está abajo en el taller, con las otras como ella, haciéndoles la ropa, ruborizándoles las majillitas de porcelana, pintándoles los ojos con cielo y sol.
Pero mamá llegó, salvadora y redentora. Guardó la muñeca en un baúl viejo, a donde iban a parar las frazadas en verano y con el reverso de la mano, en un movimiento rápido, golpeó a Olimpia. Ahora tenía dos motivos para llorar. Mamá dijo que esa noche tampoco cenaría si seguía llorando por las muñecas. Pero no eran solo las niñas de porcelana, eran los varoncitos también, eran los que hablaban cuando estaban en el regazo de las personas, eran los payasos, las máscaras. Eran los mimos errantes de las calles concurridas, eran las estatuas vivientes de calle Florida y las estatuas muertas de las plazas; eran los maniquíes que invaden las estrechas veredas del Once. Eran los ángeles marmóreos del cementerio de Recoleta y los bustos broncíneos de los parques. Eran todos, sin excepción, su temor. Eran todos aquellos, que jugaban a ser humanos.
Pasaron los años, los otoños y las primaveras, los payasitos y las bailarinas, los mudos y los parlantes. Pero el miedo de Olimpia permanecía. Mamá ya estaba envejecida, pero sus clientes, enfermos coleccionistas de muñecas, seguían diciendo que su trabajo no tenía comparación. Cierta vez escuchó como una repulsiva señora le dijo a Mamá que su muñequita parecía viva. Olimpia sintió temor y repulsión entretejiéndose en las fibras de su cuerpo, mientras observaba desde las escaleras, a oscuras y en silencio, con su vestidito celeste. Sintió las manos de porcelana oprimiéndole el pecho, revolviéndole los intestinos. El aire saturado y las lágrimas incontrolables. De rodillas, aferrada a la taza de inodoro expulsó su temor. Su cabello rubio estaba revuelto, una de las coletas, sujetas con una cinta rosa pastel, se le había aflojado. Si Mamá se enteraba, quizás le lastimaba el otro brazo o le volvía a herir el mismo.
Ya no quiere salir a la calle, no quiere hablar con nadie. A duras penas si come.
Olimpia desde la ventana de su cuarto ve a la gente deambular por la calle: el panadero religiosamente entra a las tres de la mañana y a las ocho llegan sus empleados, la parejita de oficinistas, entre las 7:15 y las 7:20 corren el colectivo, y los niños a las 7:30 van en grupos, con sus guardapolvos manchados de tinta, al colegio. Todas las mañanas es igual, la misma rutina. El mundo gira siempre sobre el mismo eje, la misma obra de títeres que se repite una y otra vez. A veces ella despierta de un mal sueño, transpirada y con el pulso acelerado, y comprueba rápidamente si ya tiene hilos en sus manos y pies; y mira, no sin cierto miedo, hacia arriba, temerosa de encontrar la mano de un celestial Titiritero que la controle. Así dice mamá, la muñequera, que es su dios: una mano invisible en las alturas que mueve los hilos de la vida y, nosotros, sus muñecos, su entretenimiento.
La noche avanza y la engulle, la devora como si fuera su presa. Las dudas, las incógnitas y los miedos le danzan seductoramente entrelazados entre sí sobre su cabeza. Olimpia se pregunta si las estatuas de las plazas o los maniquíes de las vidrieras otrora fueron personas. Duda acerca de la autonomía del panadero y sus empleados, de la parejita de oficinistas y de los niños del guardapolvo manchado, ¿serán otra clase de títere? ¿Y si las muñecas de porcelana fuesen pequeñas personas o si las personas fueran grandes muñecos?
Se pregunta si ella también es una muñeca, si su madre la fabricó a ella como fabricó a las otras, pero en lugar de porcelana, utilizó carne, sangre y sufrimiento para moldear su cuerpo. Y, sobre todo, ¿es acaso su madre, aquella mujer omnipotente que la encierra en el depósito de las muñecas rotas cuando llora o se rehúsa a comer, la gran titiritera? ¿O será quizás una muñeca viva como lo es ella pero que juega a crear otros muñecos?
Quizás, piensa Olimpia, haya que abrir a su madre, comprobar si es un muñeco de ventrílocuo o si es una persona y luego continuar por ella, diseccionarse el torso, remover cada capa de porcelana, descubrir el mecanismo interior.
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