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Misofonía

  • Foto del escritor: Ignacio Mosca
    Ignacio Mosca
  • 3 abr 2018
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 4 abr 2018

Sensibilidad selectiva al sonido. Consiste en la falta de tolerancia a los sonidos cotidianos producidos por el cuerpo de otras personas, como comer, sorber, toser, masticar, o también por sonidos producidos al utilizar ciertos objetos, los cuales pueden desencadenar ansiedad y conductas agresivas en la persona.

Shawn Coss. Misophonia.


Silencio era todo lo que anhelaba. Silencio de muerte, del que embriaga, el que satura los oídos.


Ella caminaba de su casa al trabajo seis cuadras bajo la sombra, a las ocho de la mañana, de lunes a sábado y, a veces, los domingos. Retornaba bajo el tibio sol de las cuatro y media de la tarde, cuando acaricia suavemente despidiéndose en invierno. En su hogar la esperaba él, con una sonrisa aún más cálida que el sol que se escondía y el mate preparado. Él no caminaba al trabajo, ni bajo sol ni bajo sombra, desde hacía ya algunos meses. Él sólo podía toser y sonreír. Toser. Y sonreír, en silencio.


Llegar a fin de mes era una odisea, hubiera sido más sencillo ver al sol salir por el oeste. Su trabajo como moza apenas lograba cubrir lo mínimo e indispensable para comer. Pero no importaba tanto, porque la situación mejoraría y, al menos, alcanzaba para el mate de las cinco. Y sus sonrisas eran gratis por suerte.


Hombres con botones a punto de emprender un viaje por los aires, de barba desarreglada, dientes amarillentos y aliento con hedor a alcohol y tabaco; hombres de traje, con más dinero que respeto, de rostro lampiño o barba prolija, perfumados y aromatizados, con camisas Dior y sacos Dolce; todos ellos, al menos unas diez veces al día, se le insinuaban de una manera u otra cuando ella les retiraba el plato. Con la boca llena, aún mascando, o sorbiendo la soda o el vino o la gaseosa, resonándole en la garganta como una cascada cloacal, apenas tenían la oportunidad de modular, se le abalanzaban con palabras. Palabras grasosas y presuntuosas, sonidos repulsivos que les colgaban de los labios.


Silencioso era el invierno, también, que con paso veloz apuraba a cerrar los días tempranamente. Pero ella oía sólo la tos de su amor y las palabras repugnantes de los hombres.


Él sabía de esto aunque ella no se lo dijera. Por eso cuando llegaba a casa le sonreía y callaba. Tomaba y comía en silencio y si alguna mirada errante la llevaba a sus ojos, le sonreía en silencio. Ella apreciaba ese silencio. Apenas lo rompía con su tos. Una tos ronca y húmeda, que algunas veces hasta lo llevaba a vomitar de lo violenta que era. Noches enteras tosiendo, respirando entre jadeos.


El invierno había llegado seguro y preciso. A sus pies, la vida se extinguía. Ya no había hojas que abrigasen los árboles ni color que pintase las calles. En invierno él dejó de toser y no hubo flores para llevarle.


Las sombras de las noches crecían, engullendo el sol hasta que la tímida luz volvía a trepar por la ventana de su cuarto. Ella veía el proceso, día tras día, recostada en su cama, abrazándose las piernas contraídas sobre su pecho.


Con él se había ido el ruido mudo y la paz. Escuchaba a la gente rumiar sus comidas, tragar como bestias sus bebidas, balbucear escupiendo trozos de alimento. Los escuchaba y sentía algo retorcerse entre su piel y los músculos. Sentía asco, repugnancia y odio. Sentía odio. Sentía en su espina brotar una furia mientras en su mente desfilaban imágenes borrosas de violencia impartida por su mano, muertos en silencio, en paz. En sus brazos bailaban los sonidos de sus bocas y sus gargantas, las palabras escupidas por sus labios lascivos.


Pero el invierno le trajo un muchacho, de ojitos tiernos y sonrisa amable, que temeroso, en un susurro le pidió un café cortado. Llevaba un sobretodo negro y una bufanda de un color violáceo oscuro. Su compañera, por lo bajo, le indicó cuán hermoso era el joven ese de la bufanda violeta. Como si las palabras que él no escuchó lo hubieran llamado, sin querer encontró los ojos de ella mirándolo con detenimiento y no pudo más que sonreír. Sonreírle en silencio, mientras el resto de las bestias del corral trozaban, tragaban y tomaban.


Él le pidió la cuenta con un gestito de su mano, balbuceando la palabra “cuenta”. En la factura, ella anotó su número. Mientras se acercaba, él comenzó a toser. A toser convulsamente, enfermizamente. Cuando ella llegó frente a él, se disculpó por haberse ahogado y le volvió a sonreír en silencio.


Dos noches después cenaron y durmieron juntos. Él llegó con su voz suave y su sonrisa silente. Masticaba y bebía mudamente. Cada vez que sus miradas se entrecruzaban, él le sonreía y sus mejillas se volvían rosadas.


En la noche la despertó su tos. Otra vez esa tos, esa tos que no la dejaba dormir. Él respiraba entre jadeos y volvía a toser. Ella quedó perpleja frente a sus ojos tiernos, entreabiertos y llorosos por la tos. La tos que no paraba y retumbaba en sus oídos, en su pecho. Escuchaba cómo se le tensaban los nervios, cómo el pulso le aumentaba. Tomó la almohada y la colocó sobre su cara, pidiéndole que vuelva a dormir. Él se estremeció y pataleó, y ella lloró, en silencio. De a poco su cuerpo dejó de moverse y ella dejó de llorar.


Desnuda y descalza deambuló por su casa como un ánima en pena, una sombra blancuzca apenas erguida que revolvía entre sus herramientas. Tomó un destornillador de afilada punta y decidió dejar de oír, porque silencio era todo lo que anhelaba. Silencio de muerte, del que embriaga, el que destruye los oídos.


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